Andrei Rublev

Andrei Rublev (1966)

Una película en 8 capítulos, que retrata la Rusia del siglo XV, una época turbulenta en donde varias facciones se disputaban el poder de la región mientras repelían a los invasores tártaros, a través de la vida (ficcionalizada) de Andrei Rublev, un pintor de íconos. Más que mostrar de manera biográfica la vida de Rublev, la película muestra sus tribulaciones, sus dudas, sus aflicciones, y todo el contexto histórico, social, y religioso que inspiró sus grandes obras.

No tiene sentido hablar de los méritos técnicos o del uso del lenguaje cinematográfico que hace esta magna obra de arte. Al hacerlo se correría el riesgo de trivializarla, haciendo descripciones incompletas que no capturan el misticismo trascendente de la película más grandiosa de Tarkovski, una exploración de la psique del artista, y en particular de la manera en que sus emociones, sus convicciones, su percepción única y particular del mundo, y su vida misma le dan forma a su obra. A través de la figura de Rublev, la película se hace preguntas sobre el sentido mismo del arte, sobre su propósito, al enmarcar la lucha por la creación artística dentro de una sociedad salvaje, primitiva, en donde el ser humano vive para sus impulsos más ruines, o para satisfacer sus necesidades básicas, al estar sumido en la miseria. La dualidad de la naturaleza humana se presenta en toda su complejidad.

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El medioevo es retratado de manera verosímil, sin convencionalismos ni efectismos que le den una apariencia arcaica o afectada, ni «distintivamente» medieval. No se rehúye de la barbarie de la época.

La examinación de dicha dualidad abre una cuestión distinta, relacionada con el sentido de la fe, y el sentido de la religión en un mundo hostil e indiferente, donde no parece haber reconciliación posible entre grupos de hombres que se matan unos a otros por el poder. Lo sagrado y lo sacro está profundamente inscrito en la obra del pintor. La fe se convierte así en parte fundamental del proceso creativo (hecho expresado de forma magistral en el último capítulo, el del muchacho que fabrica una campana). Rublev ansiaba la unidad, la reconciliación fraternal entre el pueblo ruso, que se desangraba en matanzas sin sentido, y se esmeró por reflejarla en sus pinturas. El arte se torna entonces en una búsqueda de lo ideal, de lo absoluto, de la verdad última de la existencia, algo estable en medio del caos, de manera análoga a la fe. Ambas persiguen el mismo objetivo, valiéndose del mismo fervor, sometiéndose a cuotas similares de sacrificio.

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«La humanidad ya cometió todo acto de estupidez y bajeza, y ahora no hace más que repetirlos. Todo está en un ciclo eterno que se repite, y se repite, y se repite. Si Jesús volviera a la Tierra, lo crucificarían otra vez.» – «Es claro que, si apenas el mal fuese recordado, nunca se será feliz en la presencia de Dios.»

Andrei Rublev se acerca tanto a expresar ese absoluto, que es imposible abordar a través de la examinación de sus detalles (aunque los haya, en numerosas cantidades). Bellísima, sublime, abarca una gran cantidad de ideas y tópicos pero nunca es grandilocuente ni portentosa. En sus más de tres horas de duración no hay un sólo momento aburridor. Enigmática y compleja, pero mucho más accesible que las obras subsiguientes del director, llena de asombro poético en cada una de sus imágenes, que constituyen, en conjunto, un canto lleno de esperanza que alaba los impulsos más nobles del ser humano.

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